Mañana arranca la Champions en Mónaco. La del Barça. Será el undécimo intento desde el triunfo en Berlín, que coronó el segundo triplete de la historia. Desde 2015, un rosario de “tragedias” cuyo recuerdo no es necesario remover. Porque visto con la perspectiva del tiempo, lo peor no fueron esas eliminaciones que perviven en el duelo del barcelonismo. Lo peor fue asistir, a veces casi sin saberlo, al derrumbe de la generación de oro. Ir a Praga y que te tiren 20 veces, a Moenchengladbach y hacer una ocasión, ver al equipo andar en el Pireo o a tu delantero, Luís Suárez, pasar cinco años sin gol fuera del Camp Nou, son pasajes de los que tal vez la gente no se acuerde. Pero sucedieron.
Messi sostenía al Barça en Liga, pero ya no le daba para tapar todas las grietas en Champions. El club tardó un mundo en advertir el hundimiento y el boquete resultó irreparable: una semi en once años, ocho goleadas para el olvido y un leve repunte – Nápoles y París – al que agarrarse. Laporta ha puesto la pesadilla en manos de quien la remató. De todos los retos de Flick, este es el mayor de todos. ¿Cómo trasladar al continente la intensidad, la voracidad, el ritmo competitivo y la armonía táctica de su demoledora puesta en escena? Se ha ganado el derecho a que creamos que puede hacerlo, aunque sea sin Dani Olmo, capital en la conexión con Pedri, en la finura por dentro y en la verticalidad del fútbol.
En la progresión implantada por Flick se adivina un Barça sin Olmo y otro con Olmo. Tan evidente como que la idea de Hansi, al menos de momento, emerge consistente y a prueba de bajas. No le pedimos al alemán que devuelva lo que quitó en Lisboa. Si vemos en Europa al Barça de la Liga, habrá ganado. Casi como un título.