Está documentado: en 1915, Albert Einstein recibió un sobre manchado de barro que contenía la solución a las ecuaciones de su Teoría de la Relatividad. Hallar esa solución exacta era un paso fundamental que ni el propio Einstein había sido capaz de dar, y quien se la remitía era el físico alemán Karl Schwarzschild, que llevaba meses en las trincheras. Este científico, que ejerció de comandante durante los inicios de la Primera Guerra Mundial, pasó a la historia por aprovechar su tiempo libre en el frente para desarrollar aquellos cálculos. De manera también insólita, la estadounidense Lucia Berlin logró escribir los relatos de su Manual para mujeres de la limpieza mientras recorría su país junto a sus hijos, alternando trabajos cada vez más precarios. Pero por cada excepción histórica han existido miles de talentos perdidos para la ciencia, para la literatura, para la música o para las artes porque quienes hubieran podido ejercitarlos se encontraron con barreras (de clase, de raza o de género, las más de las veces) infranqueables. En otras ocasiones, esas barreras no son insalvables pero la vida cotidiana impone ritmos distintos de los que requiere el desarrollo de un proyecto artístico (puede haber un familiar dependiente o una profesión paralela que paga el alquiler, por ejemplo). En los últimos años —durante los que se han publicado ensayos como El entusiasmo, de Remedios Zafra; No seas tú mismo: Apuntes para una generación fatigada, de Eudald Espluga; o Gozo, de Azahara Alonso—, una de las palabras más repetidas por los creadores jóvenes es “cansancio”; y las decenas de notificaciones que cada día saturan correo electrónico y teléfonos tampoco ayudan.