Jueves, rueda de prensa en el Congreso de Ione Belarra. “Podemos va a utilizar su autonomía (…). Aspiramos a recuperar la fuerza política que tenía”, dice la secretaria general del partido. “Hemos visto una operación de intento de sustitución de la izquierda transformadora por una izquierda más cómoda para el PSOE. Todas las cartas están ya boca arriba”. La formación ha pasado, en ocho años, de tener 69 escaños más de cinco millones de votos a cinco diputados. La organización territorial está devastada, es un campo de gestoras, dimisiones y expedientes disciplinarios. Y la relación con Sumar, la coalición con la que se presentó a las elecciones hace apenas cuatro meses, está públicamente rota tras meses de rencillas más, o menos soterradas. Nadie cuenta con verlos juntos en la próxima convocatoria electoral, las europeas, y si el divorcio definitivo (irse de casa para vivir en el Grupo Mixto del Parlamento) no ha llegado aún no es porque se aprecien posibilidades de reconciliación, sino por motivos económicos (los grupos reciben una subvención pública, así como por diputado y votos) y estéticos (el temor a perder el relato, es decir, a ser señalado como culpable). EL PAÍS ha consultado a una decena de voces para analizar las causas y consecuencias de esa ruptura y explicar el aislamiento de Podemos. Pocos aceptan que su opinión salga junto a su apellido. No hay grandes diferencias ideológicas. Casi todas las batallas han tenido que ver con cuestiones personales, con nombres, no con ideas; con filias y fobias, no tanto con el programa. Esta es una historia en tres actos que se cuenta mejor empezando por el final.